Viajeros a la utopía cubana
Orlando Luis Pardo Lazo
Los viajes a la utopía en La Tierra, sean de visita o de conversión, y el testimonio que dan después dichos viajeros o conversos o viajeros-conversos, bien podrían constituir todo un género literario. En cualquier caso, muchas veces resultan ser textos de un registro discursivo distintivo precisamente por su indeterminación: entre la ideología y la ingenuidad, entre el realismo y el reclutamiento, entre el idilio y el despotismo. Una retórica a veces de combate y a veces bíblica (o ambas), que invoca primero el arrepentimiento de los pecados personales cometidos por ser parte de un sistema económico-social injusto ―el capitalismo― y luego el acatamiento más o menos disciplinario de la buena nueva ―etimológicamente, el Evangelio― de una Vida Nueva para un Hombre Nuevo, o al menos regenerado por la propia dinámica de la naciente sociedad: el socialismo como fase inicial del comunismo.
Más allá de izquierdas, centros y derechas, la búsqueda de la Utopía en la Tierra, tal como fue anterior, también parece que ha de ser posterior a la Era Marxista de la Humanidad. “Peregrinos políticos”, los clasificó el politólogo norteamericano Paul Hollander [1] tan temprano como en 1981, cuando el bloque comunista soviético y este-europeo podrían estar dando ya signos de fatiga, pero su desplome todavía no era concebible ni para la más “reaccionaria” de las sociologías ni la más apocalíptica ciencia-ficción. Hollander se interesó por conocer las interioridades de esas “sociedades cerradas, generalmente de gran secretismo”, sólo para concluir desencantado “que las escrituras de viajes que describían tales sociedades tendían a revelar más sobre sus observadores que sobre los países observados” (vii). Para él, las crónicas donde el cronista se convierte durante el contacto con lo cronicado, pueden entenderse menos científicamente y más como testimonios de introspección, a veces de gran carga emotiva y a veces de gran manipulación emocional.
El totalitarismo al parecer tamizaba a sus testigos, fuera mediante reclutamiento o por fulminante fascinación. Hollander lo pone en términos más ponderados: “una parte significativa de los intelectuales de Occidente, especialmente los más famosos e influyentes, alguna que otra vez dan síntomas de extrañamiento político de su propia sociedad, en combinación con actitudes esperanzadas y afirmativas hacia ciertas sociedades presunta o genuinamente revolucionarias”. Y, aun si “tales individuos fueran la minoría”, Hollander los representa como “una minoría importante y vocalizadora” que “en gran medida fija el tono de los tiempos y da forma a las maneras establecidas de la crítica social” (ix). No es tan importante la concepción de uno u otro texto determinado ―a ratos podría tenerse la impresión de que algunos de estos textos y autores son intercambiables― como su canonización en territorio enemigo: es decir, más allá de las fronteras de la utopía que, por razones de seguridad o instinto de conservación, ha de filtrar quién accede y quién es excluido de su materia prima testimoniable, al estilo de un tesoro demasiado precioso para revelarlo sin condiciones al Occidente. Aunque, por supuesto, los poros son inevitables y se tiende entonces a una ósmosis entre el Hombre Nuevo que se incuba recluido de cara al futuro y el Hombre Viejo occidental que va y viene de dicha incubadora social.
Los modernos peregrinos políticos de Hollander muestran, parcialidades aparte, “una intrigante yuxtaposición de visión y ceguera, de sensibilidad e indiferencia” (3). En efecto, de la ingenuidad a la convicción, del entusiasta “turismo político” (4) al manipulador “doble rasero” (7), el análisis de los escritos publicados y publicitados por estos viajeros a la utopía ―muchas veces devenidos voceros de la utopía en cuestión― en cualquier caso “puede ser de ayuda para entender los valores, aspiraciones, nostalgias, y aversiones” (5) del mundo contemporáneo. Toda exploración puede a su vez ser explorada para exponer las grietas de, por ejemplo, la democracia representativa y la economía de mercado, sea para cuestionar o para perfeccionar al sistema capitalista. Se trata, para este autor, de un peregrinaje político a contextos mientras más ignotos, mejor, porque, como el peregrinaje religioso, “es propulsado por la fe y la esperanza de visitar los sitios sagrados de una religión secular”, trátese de “la tumba de Lenin o Mao”, por ejemplo, o de “un campo de caña en Cuba” (38).
En cualquier caso, el hechizo parte paradójicamente de que son lugares que parecen estar fuera de la Historia, a la par que se justifican precisamente por cumplir con cierto dogma científico-materialista de la historia. Lo cual es reminiscente de que, al reflexionar sobre las más prominentes personalidades de revolucionarios exitosos, Hannah Arendt en su libro de 1963 Sobre la revolución [2] se asombre de que “hay una grandiosa ridiculez en el espectáculo de estos hombres ―que habían osado desafiar a todos los poderes existentes y retar a todas las autoridades de la tierra y cuyo valor estaba fuera de toda duda― capaces de someterse de la noche a la mañana, con toda humildad y sin un grito de protesta, a la llamada de la necesidad histórica, por absurda e incongruente que les pareciese la forma de manifestarse esta necesidad”: para esta autora, ellos “fueron engañados por la historia y, en este sentido, han llegado a ser los bufones de la historia” (77). Toda vez pasado cierto lapso temporal después de la Revolución, las escrituras de los peregrinos políticos a Cuba, por ejemplo, más que condenadas ad infinitum hoy tal vez debieran ser ya absueltas por la historia por el crimen cómplice de lesa ingenuidad, pues toda reivindicación del verdugo no escapa de su concomitante invisibilización de las víctimas.
Hollander parte de la problematización del concepto mismo de utopía, dado que le resulta “difícil concebir esquemas utópicos que no incluyan la creencia en un potencial humano virtualmente ilimitado”. Y, para él, “profesar la fe en una naturaleza humana virtualmente ilimitada y universalmente perfectible, es compatible a corto plazo con tratar a los seres humanos concretos como materia prima cuya naturaleza actual deja mucho que desear, pero que podría radicalmente mejorarse a través de un moldeo implacable” (31). En palabras de Ernesto “Ché” Guevara (1928-1967) en su ensayo1 citado con anterioridad, “nos forjaremos en la acción cotidiana, creando un hombre nuevo con una nueva técnica”, sabiendo que esa “libertad y su sostén cotidiano tienen color de sangre y están henchidos de sacrificio” pues “el revolucionario […] se consume en esa actividad ininterrumpida que no tiene más fin que la muerte, a menos que la construcción se logre en escala mundial”.
En el caso de la Cuba de Fidel Castro, la isla del Caribe a partir de enero de 1959 se convirtió en una “causa fresca” según Hollander, toda vez que “parecía ser muy diferente de las burocracias de Estado socialistas de Europa del Este y la Unión Soviética”, lo cual traía cierta “sensación de alivio por aparentar ser tan distinta de las sociedades de tipo soviético” (225). Cuba encarnaba así, sobre todo para la izquierda norteamericana ―desde la militancia y los medios, desde el activismo, la cultura y la academia, e incluso dentro de ciertos sectores gubernamentales [3]―, “una mayor continuidad con los días de heroísmo revolucionario simbolizados por la presencia de Castro” (230). Y Hollander considera que ese halo histórico bastó para “la suspensión de la opinión crítica y la aprobación acrítica resultante de poner la forma por encima del contenido” (232). O sea, la fe por encima de lo factual: la fidelidad por el fidelismo devenida de súbito en un nuevo tipo de “fascinación por el fascismo” [4], para emplear los términos de Susan Sontag (1933-2004) sobre la fotografía de Leni Riefenstahl (1902-2003), en su momento propagandista del nazismo.
El punto culminante de la “institucionalización y respetabilidad creciente de visitar Cuba” ―en ocasiones como “ejercicio de propaganda política”― parece haberse alcanzado en los Estados Unidos “en la segunda mitad de los 1970s” (228), justo cuando Hollander concebía su libro. Una de las posibles causas de este fenómeno, explicadas desde la perspectiva de sus practicantes, sería la sensación de contar con un “propósito” para acometer la “justicia social”, más “el sentido de comunidad que caracterizaba la relación de los líderes y los liderados, así como de los ciudadanos comunes entre sí” (244). Para el extranjero de paso en la Isla ―contrario de la parálisis cívica impuesta al ciudadano cubano por las leyes revolucionarias―, el socialismo era donde único valía la pena socializar, incluso entre norteamericanos, ya que no pocos coincidieron allí durante sus peregrinaciones a la utopía tropical.
Por lo demás, Hollander también repara en “la creencia de que el régimen cubano congeniaba con los intelectuales”, y que por entonces “se percibía a sus líderes como compañeros de intelectualidad, o ex intelectuales que tenían gran afinidad para con los otros intelectuales” (262). De ahí que “la posición de los intelectuales en la sociedad cubana pareciera contener casi todo lo deseado por los alienados intelectuales de Occidente”, empezando por un “amplio reconocimiento oficial” (263), superándose por fin “la dolorosa dicotomía entre pensamiento y acción”. Así, el intelectual cubano sería apreciado por sus pares foráneos por ser no sólo un letrado sino “hombres de acción” ya “completamente integrados a la sociedad” ―para nada “marginales”―, los que “compartían con las masas, de cuando en cuando, la carga viril del trabajo manual” (264). El mismo trabajo que en el capitalismo es una condena a la explotación del hombre por el hombre, en el comunismo es una fuente feliz para su redención. El proverbio latino de que homo homini lupus, popularizado siglos después sucesivamente por el filósofo Thomas Hobbes (1588-1679) y el creador del sicoanálisis Sigmund Freud (1856-1939), en tiempos de Revolución pierde su cualidad canibalesca porque, en la figura del contrarrevolucionario no se destruye a otro ser humano sino, en el mejor de los casos, al odio objetificado como enemigo de clase.
El capítulo de Cuba incluido por Hollander en su clásico libro trajo gran repercusión en el caso específico cubano, sobre todo entre la comunidad exiliada, que encontraba por fin a un aliado de rigor académico en este profesor de sociología de la Universidad de Massachusetts, un intelectual oriundo de Hungría. Así, en 1987 la Editorial Playor en Madrid reeditó dicho capítulo traducido al español en un libro aparte dentro de su colección Biblioteca Cubana Contemporánea, titulándolo Los peregrinos de La Habana [5]. Este libro, traducido por Ramón Solá, contó además con el privilegio de incluir un prólogo original firmado por el propio Paul Hollander. En su introducción, Hollander menciona la aparición de un nuevo destino de peregrinaje político en Nicaragua tras el triunfo de la revolución sandinista en 1979, donde se repite el patrón de que, “cuando se admite la existencia de represión, se la justifica bien en nombre de elevados objetivos morales, o arguyendo transgresiones aún peores por parte de los enemigos del gobierno”. Y citando al por entonces director de The New Republic, Martin Peretz, Hollander concuerda en que el turno de Nicaragua ahora “llena el profundo vacío emocional dejado por la secuencia de decepciones que constituyeron la Unión Soviética, China, Cuba y Vietnam” (IX).
Según Hollander, aunque por esa fecha ya “el régimen de Castro no constituye en absoluto un destino preferido por el turismo político (desviado ahora hacia Nicaragua), ni es un foco de atracción para la proyección de fantasías idealistas”, sí sigue siendo “objeto todavía de un cierto apoyo por parte de diversos grupos izquierdistas, y recibe de muchos liberales el beneficio de la duda”. De hecho, para este autor Cuba “se beneficia todavía, en los medios informativos norteamericanos y de Europa Occidental, de un tratamiento mucho más favorable que el que se concede a los regímenes autoritarios de derecha, e incluso a la Unión Soviética y la mayoría de sus Estados satélites. Y ello a pesar de que el régimen cubano es, con mucho, más brutalmente represivo que los de todos esos otros países” (XIII). La lógica detrás de este comportamiento parecer ser que Cuba ha de ser “juzgada con arreglo a un criterio distinto de lo que son las libertades personales” ―concluye Hollander citando ahora al profesor Andrew Zimbalist del Smith College de Massachusetts―, pues la Isla “no puede darse el lujo de permitir el tipo de libertades políticas que disfrutamos en los Estados Unidos” (XIV). Por lo demás, como en su libro originalPeregrinos Políticos de 1981, Hollander admite de nuevo que “quizás la personalidad misma de Castro, y su continuada presencia al frente del proceso, expliquen por qué la reputación de la Cuba comunista ha sufrido menos que la de otros países, a pesar de la brutalidad de las violaciones de los derechos humanos que allí se han cometido, y de los tremendos problemas económicos que vive el país”, pues “para muchos simpatizantes, el líder cubano simboliza la continuidad revolucionaria y sigue siendo una figura carismática” (XV).
Otra vez, diríase que el hombre fuerte es admirado por la intelectualidad y la comunidad artística del mundo libre, siempre que se declare en público como enemigo a muerte de la libre economía de mercado, sin importar las miserias que este voluntarismo pueda acarrear para el ciudadano común ―por su falta de empoderamiento al punto de la apatía y la despersonalización, en una cultura de la simulación y al delación―, ni que se trate en realidad ―incluido Fidel Castro en Cuba― de magnates monopolistas de Estado que controlan a la vez no sólo todos los capitales, sino también todos los cuerpos de la nación sometida al igualitarismo totalitario. De hecho, es esa visión paranoica de un orden en vías de ser perfecto es justo lo que parece compensar con creces la esquizofrenia del capitalismo, un sistema donde, según los adláteres externos de la utopía en La Tierra, la multiplicidad individual imposibilitaría el progreso como un todo de la justicia social.
En una línea similar a la de Hollander, recientemente el ensayista cubano Henry Eric Hernández [6] ha dedicado todo un libro a disertar y diseccionar ese peregrinaje que “no es un viaje cualquiera”, sino que “entraña venerar y glorificar el lugar al que se va por devoción y compromiso”, en este caso Cuba a través de la cinematografía. Reconociendo su deuda conceptual con el libro de Hollander, Hernández coincide con el norteamericano en que “cada peregrino no solo venera lo que ve, sino que suele ver las cosas de una manera preestablecida: pactada” en ocasiones con las autoridades del país, más allá de ideologías personales y mitologías colectivas (13).
De este proceso más o menos equiparable al doblepensar [7]postulado por George Orwell (Eric Blair, 1903-1950) en su clásica novela 1984 sobre un planeta distópico, de esta producción de significados a veces panfletarios y a veces de incuestionable calidad, nacen lo que Hernández llama “representaciones de encuentro”, siempre “prestas a convertir lo representado en tropus: a convertir la Revolución en la construcción imaginada de la Revolución” (15). Sobre estos ciclos de retroalimentación revolucionaria y su “carácter hierofánico”, Hernández afirma que, al respecto del “lugar/acontecimiento sagrado” ―en este caso Cuba y su Revolución― “dichas representaciones no solo se prestan a mitificarlo, sino que a raíz de esa misma mitificación condicionan al peregrino venidero a distinguir en el lugar un espacio/tiempo privilegiado en el que reinterpretarse y, por consiguiente, reencontrarse como parte de una comunidad políticamente culta e ideológicamente concienciada”: todo un “reencuentro del yo con sus aristas moralistas y humanistas” que entonces “es buscado y reproducido en una acumulación de textos verbales y audiovisuales como libros de viajes, memorias, novelas, artículos periodísticos, trabajos eruditos, películas, programas de televisión, fotografías, obras de artes plásticas, canciones y reclamos propagandísticos” (15, 16).
En definitiva, “dicha acumulación” de textos e imágenes por fuerza “ejerce como mediadora política, autentificada por, y autentificadora de, un determinado heroísmo de la visión, que además de polarizar las acciones del poder anfitrión, otorgándoles clarividencia y rectitud moral, potencia el prestigio de esa voz conductora, sumamente autorizada y portadora de confianza, que resulta ser la del peregrino político” (15, 16). Y Hernández no deja dudas al respecto de quién es para él su arquetipo de peregrino político: se trata de un sujeto que “encarna así un tipo de revolucionario profesional cuya encomienda decisiva no consiste simplemente en aislar lo puro de lo impuro, en alejar la ascensión de la caída, en encomiar lo heroico respecto a lo pusilánime y en delimitar lo de adentro y lo de afuera”. Antes bien, para Hernández “su encomienda consiste, por encima de todo, en velar por que no surjan dicotomías en el imaginario del bien” (17). El viaje y su reportaje como aventura o invitación sería, en suma ―apropiándonos de la lengua oficial de los estados de carácter militar, como es el caso cubano―, una misión.
En su antología de “viajeros argentinos de izquierda” Hacia la revolución, Sylvia Saítta [8] expone cómo “en ciertos períodos de la historia del siglo XX, la revolución, además de un hecho político, social o cultural, se convierte en un lugar determinado del mapa”: se “espacializa” y “funda un escenario que, precisamente por eso, supo convocar a viajeros, cronistas, intelectuales y políticos de todo el mundo”. El triángulo de las tentaciones turísticas en su libro, la posibilidad de “tocar con las manos un sueño realizado” y ya no más una “utopía soñada”, lo integran la revolución rusa, la china y la cubana: en los tres casos, un “futuro devenido presente” (11, 12). Y hacia esos destinos excepcionales ―entre otros motivos, por espectaculares― se despide entonces la gran marcha de la intelectualidad argentina de izquierda. Muchos van para ser convencidos, así como después muchos volverán para convencer, en ciclos donde geografía y literatura comparten su inercia ideologizada.
El caso de Cuba, reconoce Saítta citando al historiador Eric Hobsbawn (1971-2012), “parecía tenerlo todo: ´espíritu romántico, heroísmo en las montañas, antiguos líderes estudiantiles con la desinteresa generosidad de su juventud ―el más viejo apenas pasaba de los 30 años―, un pueblo jubiloso en un paraíso turístico tropical que latía a ritmo de rumba´”. Esta autora insiste en que “la Revolución Cubana significó la apertura de un proceso absolutamente original” porque, como nota Claudia Gilman en su libro Entre la pluma y el fusil, “fue la primera revolución socialista realizada sin la participación del Partido Comunista” (13). De suerte que en la Isla era ciertamente más fácil sentirse “compañeros de viaje” o “compañeros de ruta” de Fidel Castro ―sin ser sus súbditos―, tal como, “durante varias décadas, se denominó a los simpatizantes de la Unión Soviética que no tenían un vínculo formal con el Partido Comunista” (27). En 1973 el poeta alemán Hans Magnus Enzensberger, usando una expresión mordaz en El interrogatorio de La Habana: autorretrato de la contrarrevolución y otros ensayos políticos, llamó a este fenómeno “turismo revolucionario”. Y es memorable al respecto la ironía del poeta cubano censurado Heberto Padilla (1932-2000), exiliado en 1979, en su poema titulado precisamente “Viajeros” del libroProvocaciones [9], un texto que es relevante citar in extenso:
“He aquí las ropas de la abundancia,
mientras más informales, más bellamente escandalosas.
Títulos universitarios, grandes libros
especialmente escritos
para los departamentos de sociología
de prestigiosas universidades que han pagado
los gastos.
Las visas las obtienen rápidamente.
Buenos informes sobre campañas antibelicistas.
Protestas contra la guerra del Vietnam.
En fin, son gentes que han elegido
el curso sano y correcto de la Historia.
Han tomado el avión contra sus leyes,
pero son los viajeros más cómodos del porvenir.
Se sienten dulcemente subversivos,
en paz con sus conciencias.
Sus cámaras Nikon, Leica, Roliflex relucen, perfectamente
aptas para la luz del trópico,
para el subdesarrollo.
Las libretas de notas están abiertas
para los interrogatorios objetivos,
aunque, claro, sienten un poco ilícito, parcial
el corazón, porque ellos aman las guerrillas,
la lucha, la vida a la intemperie
y el extraño español de los nativos.
En dos o tres semanas ya tienen experiencia
suficiente para escribir un libro sobre los guerrilleros,
sobre el carácter cubano (o ambas cosas)
y sobre la especificidad del español un poco descarado
pero excitante de los cubanos.
Todas son gentes cultas, serias, provistas de sistemas,
de modo que no es raro que regresen frustrados
por la falta de libertad sexual de los cubanos,
por el puritanismo inevitable de las revoluciones,
por lo que, finalmente, con cierta melancolía,
se deciden a llamar divorcio entre la realidad y la práctica.
En privado (no en libros ni en conferencias)
confiesan que cortaron más cañas que el mejor machetero,
“un tipo constantemente obsedido por la siesta”.
No ocultan que la gente en los campos prefería bailar,
que los intelectuales “nada politizados” eran capaces
de ocuparse hasta en la poesía.
La noche del regreso, cuando se acuestan con sus mujeres
piensan que han adquirido músculos sobrenaturales
y actúan como negros sencillamente abyectos.
Sus muchachas, preñadas generalmente cada tres años,
aplauden a estos maridos inusitados, ahora insaciables.
Durante varios días proyectan diapositivas,
en las salas oscuras, donde aparece el viajero,
el héroe de la familia rodeado de cubanos: los guías
del ICAP, flacos y mal vestidos, sonríen a la cámara.
El montón de nativos abraza fraternalmente al héroe.”
A pesar de esta boutade en versos de Padilla ―que incluso hoy resulta incómoda tanto para policías como para peregrinos políticos―, la Cuba de Castro siguió encarnando entonces a la perfección ese “elemento central de toda aspiración utópica” que es “la armonía”. Es aquella noción de Isaiah Berlin en Dos conceptos de libertad, también citada por Saítta, de que “en alguna parte, en el pasado o en el futuro, en la revelación divina o en la mente de algún pensador individual, en los pronunciamientos de la historia o de la ciencia, o en el simple corazón de algún hombre bueno e incorrupto, existe una solución definitiva”, pues se parte de la “convicción de que todos los valores positivos en los que han creído los hombres deben ser compatibles, e incluso quizá implicarse unos a otros” (16).
Así, en escenarios utópicos, por muy concretos que sean, “aparece reiteradamente en los relatos de los viajeros” ese milagro material de un “encuentro con sociedades en las cuales los intereses de la comunidad prevalecen por sobre los del individuo y donde el bien de la comunidad garantiza la felicidad de todos sus componentes” (17). En definitiva, “el viaje a la revolución convierte al viajero en espectador de un experimento que se ha cumplido y que, por lo tanto, convierte a esa sociedad en objeto de un conocimiento racional”, un conocimiento que ―según el político colombiano Mario Laserna (1923-2013) en 1967 al respecto de la Unión Soviética― “permite no sólo entenderla o conocerla en sí misma, sino también planearla, controlarla, predecir su comportamiento, explicar las condiciones de su origen, su estado actual y su desarrollo pasado y futuro” (18).
El orden, oprobioso al punto de lo ominoso en las sociedades abiertas, de pronto en las sociedades cerradas ya no es óbice para el encantamiento con Cuba, por ejemplo, de la izquierda internacional. Según la noción de Orwell7 en su novela 1984 esto sería el equivalente de “tener conciencia de ser absolutamente sincero mientras se dice una mentira cuidadosamente elaborada”, “usar la lógica en contra de la lógica”, “repudiar toda moralidad en nombre de la moral”, “creer que la democracia es imposible y que el Partido es el guardián de la democracia”, “olvidar lo que sea necesario olvidar, traerlo de vuelta a la memoria en el momento necesario, y entonces volverlo a olvidar con rapidez: y, sobre todo, aplicar este mismo proceso al proceso como tal”: “conscientemente inducir la inconsciencia, y entonces, una vez más, no tener conciencia ni del acto de hipnosis que se acaba de realizar”. No por gusto “incluso entender la palabra doblepensar implica el uso deldoblepensar (44, 45), en un laberinto lingüístico del que ninguna fe o filiación fundamentalista puede permitirse el lujo logístico de escapar, pues se trata de una cuestión de supervivencia elemental: utopía o muerte.
En el siglo XXI, es entendible la tendencia de ridiculizar aquella tentación totalitaria de la intelectualidad viajera con tendencias de izquierda, dada la “gran humillación de los intelectuales” ―en palabras de Martin Amis en Koba el Terrible [10]― que a la postre resultó de “una epidemia de desinterés selectivo, un juego psicológico que comenzó como autohipnosis y prosiguió como histeria colectiva” (48). Pero al respecto Tzvetan Todorov (1939-2017) en La experiencia totalitaria [11] nos recuerda la importancia de remitir cada complicidad a su contexto concreto, dada la naturaleza perversamente borrosa con que se propagandizó el comunismo de puertas afuera, siendo un sistema que, en contraste con el fascismo, marcó una “distancia entre el discurso y su objeto”, al punto de que “el comunismo dice lo contrario que hace” (33).
En su libro Liturgias utópicas [12] de 2012, el ensayista español Pablo Sánchez abunda sobre este punto al considerar que el “periodo 1962-1968 fue, en líneas generales, acrítico y emotivo, y que estuvo marcado por el mesianismo secular y el providencialismo falsamente cientifista de los que el propio Todorov habla” (52) en su libro antes citado. Sin embargo, Sánchez cree que “el examen detenido de la concentración de fuerzas intelectuales que tuvo lugar en La Habana no puede quedarse en hipótesis patológicas”, sino incluir también en la ecuación la variable del “optimismo histórico que provisionalmente se extendió entre la clase letrada española y latinoamericana”, un efecto que “sólo puede explicarse teniendo en cuenta además el resentimiento histórico de sociedades con graves déficits democráticos y acosadas innegablemente por el poder de Estados Unidos”. Sánchez coincide en esto con lo que el crítico brasileño Antonio Cándido (1918-2017) dictaminó, en su ensayoLiteratura y subdesarrollo, como “la conciencia lacerante del subdesarrollo” (52).
La Revolución cubana se erige entonces como una alternativa reivindicativa de realidades y actores sociales que hasta entonces le eran a Cuba relativamente ajenos. Defender la Revolución de Fidel Castro, incluso sin conocerla a fondo, de algún modo constituye la revancha o incluso la venganza contra las derrotas sufridas por otros en cualquier otro tiempo y lugar. De hecho, aunque “el proceso mental de muchos de los artistas que visitaron Cuba y publicitaron el edenismo castrista puede leerse como simplismo político”, Sánchez reconoce que “existía un planteamiento no improvisado acerca de la importancia inevitable del turismo revolucionario en los términos de la Guerra Fría”. Por ejemplo, en la España del “trauma de la derrota del régimen republicano”, era de esperar “la cohesión y solidaridad con Cuba y la convicción de que el régimen cubano podía superar en términos políticos y económicos a la España franquista”. A lo que se suma que, dadas “las restricciones de la libertad de prensa en España aun después de la Ley Fraga”, fuera casi inevitable “que el viaje a Cuba era un procedimiento políticamente estratégico para el escritor español comunista, aun cuando tuviera sus evidentes deficiencias”, tales como el “velo ideológico” tan típico del “sistema de difusión propagandística empleado por los países comunistas”, el cual “impedía al espectador extranjero el auténtico contacto con los problemas de la sociedad comunista” (52, 53). Por muy crítico que terminara siendo de la utopía castrista en la Isla, el propio Enzensberger [13] hubo de admitir tan temprano como en 1972 que la izquierda occidental, “al no quererse conformar con las informaciones y deformaciones de los medios socialburgueses, tiene que echar mano de unas formas más anticuadas de comunicación”, entre las que evidentemente tendrá un rol decisivo “el viaje, la visita, la propia inspección ocular” (103).
Sánchez12 en principio desconfía de “la tentación del reproche ante la euforia indisimulada de esos años por parte de muchos intelectuales superficialmente informados”, sobre todo después de que “ya muchos de los protagonistas han hecho sus palinodias y retractaciones más o menos mortificantes” que resultan, para este autor, “tan sospechosamente emotivas como las euforias previas” (54). Lo cierto es que por entonces, en el caso específico de España, no sólo era un lugar común la “indulgencia con muchos errores del sistema cubano”, sino que en la práctica para más de una generación “la Cuba castrista fue determinante en su aprendizaje de la realidad americana” (58), pues “responder positivamente a la invitación de Casa de las Américas”, por ejemplo, “significaba entrar en una poderosa red de contactos y oportunidades culturales que parecían resolver los clásicos problemas de intercomunicación latinoamericana pero también transatlántica”. De hecho, en una época de excesivos entusiasmos por la utopía del Mar Caribe a escasas 90 millas del imperialismo norteamericano, existía, según Sánchez, “la percepción de que las vanguardias tanto artística como política se centraban en La Habana” (59). De ahí que, aunque eventualmente algunos intelectuales extranjeros se plantearan “ya la cuestión central de la independencia del intelectual en la nueva sociedad” cubana, en definitiva “siempre lo hacen desde una perspectiva complaciente y optimista”, pues, al menos hasta 1968 ―con el apoyo público de Fidel Castro a la invasión militar rusa a Checoslovaquia, pero también con la implantación de la censura dogmática y la creación de campos de trabajo forzado para homosexuales, religiosos e intelectuales desafectos: las Unidades Militares de Ayuda a la Producción, UMAP―, “su objetivo es preservar el encanto voluntarista y original de la Revolución, y confirmar que no hay riesgo de sovietización cultural” (61).
En su “fase de optimismo político previa a 1968”, Sánchez resume de esta manera las coincidencias conceptuales de “la crónica del viaje a Cuba, sea en su versión española o latinoamericana”, con su “repertorio de tópicos y símbolos con evidentes connotaciones ideológicas que aluden a ese imaginario común anticapitalista y antiimperialista” (62, 63):
a) “la etopeya mitologizadora (en otras palabras, un culto a la personalidad) de Fidel Castro”;
b) “el hedonismo caribeño con sus matices paisajistas y costumbristas”;
c) “las comparaciones entre los estados de subdesarrollo de España y Cuba (con evidente preferencia por este último)”;
d) “el éxito inequívoco de la campaña de alfabetización”;
e) “la distancia entre Cuba y la Unión Soviética en términos de ingeniería social”;
f) “el bloqueo estadounidense y el boicot de los países de la Organización de Estados Americanos (salvo México)”.
Aunque se sale en parte de los objetivos de esta aproximación inicial por partir de otro contexto referencial ―en este caso, el campo este-europeo bajo la órbita del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas―, muchos intelectuales, burócratas y profesionales de todo tipo también viajaron, en este caso no sólo autorizados sino sufragados por sus respectivos gobiernos, a la Cuba revolucionaria desde esa región. La mayoría de esos testimonios de naturaleza encomiástica no parecen haber sido traducidos de sus idiomas originales, por lo que existe cierto nivel de dificultad para acceder de manera expedita a todo este corpus textual. Podríamos mencionar, sólo como una muestra mínimamente representativa, las obras Un viaje a Cuba [14] (1962) del escritor e historiador ruso Serguei S. Smirnov (Premio Lenin 1965), Una lágrima me lleva [15] (1971) del escritor y abogado búlgaro Mitko Yavorski (de 1957 a 1975 fue el editor jefe de la Editora Militar del Estado),1964-Isla [16] (1977) del húngaro Péter Dobai (nombrado en 2014 como Artista Nacional en su país), Viaje al Mar de las Antillas [17](1977) del rumano Ion Bodunescu (fue un agente secreto de la Seguridad del Estado), Varios mundos en uno [18] (1979) del periodista polaco Jerzy Klechta (en 1990 terminó siendo asesor de medios para la cancillería de Lech Wałęsa), …y sin embargo hay dos mundos [19] (1980) del eslovaco (por entonces checoslovaco) Karol Hulman, y la mucho más reciente Cuba, mi amor: la última isla [20](2004), del escritor y guionista alemán (ciudadano de la ex República Democrática Alemana, RDA) Eberhard Panitz.
Al respecto, la académica Jennifer Ruth Hosek en su libro de 2012 Sol, sexo y socialismo [21] recapitula las representaciones de la utopía cubana en el imaginario alemán, específicamente en la Alemania comunista. Para esta autora, Cuba no fue en absoluto un objeto pasivo en la búsqueda de un socialismo alternativo al implantado por los soviéticos en la RDA, sino que, de hecho, “fomentó alianzas inter-alemanas e inspiró intentos de cambios en casa”, donde dichos “vínculos alemano-cubanos, al excederse de los parámetros establecidos por los bloques norteamericanos y soviéticos, fueron más extensivos e influyentes de lo mostrado por los relatos predominantes de la coexistencia pacífica” (3). Según Hosek, coincidiendo con una cita de Charlotte Melin y Cecile Cazort Zorach en 1986 (Cuba as Paradise, Paradigm, and Paradox.Monatshefte, 78(4): 480-499), esto se debió en parte a que “la vulnerabilidad de la una pareció despertar sentimientos de afinidad en los escritores de la otra”, pues “Berlín en particular” también era “una entidad pequeña y aislada” como la isla natal de la Revolución Cubana, ambas “atrapadas entre superpotencias” (11).
Hosek reconoce que, más allá de filiaciones ideológicas y espíritu de emancipación global, también se manifestaban entre los alemanes ciertas “fantasías que incorporan nociones de una sexualidad liberal y sensualidad indulgente, las que forman parte del consumismo recreativo alemán por lo menos desde el más temprano periodo post-Segunda Guerra mundial”, una intencionalidad nunca del todo confesada que capitalizó en la “muy gastada expresión de ´¿Listo/Maduro para la Isla?´(Reif für die Insel?)” (13). Dicha pregunta abierta, acaso como una inocente invitación de iniciación, sería luego muy popularizada a principios de los ochenta por la canción homónima del cantante austriaco de música pop Peter Cornelius [22]: “Estoy listo, listo, listo: listo para la isla. / Estoy listo, listo: listo sobre listo. / Y, como rana, ¿por qué no lo hago? / Parece que soy muy cobarde para desembarcar”. En la actualidad poscomunista de una Alemania reunificada y democrática, la frase ha devenido entonces en un lugar común que hasta se ha empleado “en una campaña de viajes para los jóvenes” de STA Travel en el verano de 2011 [23] (turismo no dirigido a Cuba), “la que mercantiliza el relajarse y la aventura sexual” (13), según apunta Hosek21. Y también Reiff für die Insel [24] ―nótese que aquí Reiffes apellido familiar que juega con la palabra Reif (isla, en alemán)― terminó siendo el título de una serie televisiva de comedia negra transmitida con éxito en Alemania entre 2011 y 2015.
En resumen, el libro de Hosek, con abundantes ejemplos culturales y de la esfera pública, a lo largo de la evolución histórica del comunismo cubano y alemán, analiza cómo “las visiones alemanas de esta pantalla caleidoscópica caribeña” a su vez también “expresan la autocomprensión de los alemanes, y cómo estas identidades son alteradas a través de dichas proyecciones transnacionales” (17). Es decir, según Hosek “el otro influye su propia representación ante los ojos del ´yo´, así como también moldea a ese “yo” y al suyo propio en el tiempo”: una “conceptualización” que la autora concluye que contrasta con la “narrativa hegeliana de amo-esclavo al insistir, por lo demás, que ningún actor es subsumido dentro de la dialéctica del poder” (18).
Sería, por supuesto, muy interesante explorar ―conscientes del contenido, pero sin condicionamientos previos― todo lo expuesto con anterioridad en este acápite, para las relaciones de la Cuba de Castro con otros países: en el caso específico que nos ocupa, con la nación sudamericana de Chile.
[1] Hollander, Paul. Political Pilgrims. Travels of Western Intellectuals to the Soviet Union, China, and Cuba, 1928-1978. New York, Oxford: Oxford University Press, 1981.[2] Arendt, Hannah. Sobre la revolución. Madrid: Alianza Editorial, 2004.[3] Earl E. T. Smith. El cuatro piso. (Traducción de Eduardo Escalona.) Miami: La Moderna Poesía, 1983. https://www.scribd.com/document/354559973/El-Cuarto-Piso-Earl-E-T-Smith El ex embajador de Estados Unidos en Cuba (1957-1959) publicó en 1963 este libro para “demostrar que no era forzoso que ocurriera dicha revolución” y que “el Cuarto Piso” del “Departamento de Estado”, como “no puede darse el lujo de que lo engañen”, sí “estaba bien informado sobre Fidel Castro desde el levantamiento de Bogotá en 1948”, pero simplemente muchos de sus más altos funcionarios “estaban dispuestos inclusive a correr el riesgo de que apareciera un dictador izquierdista con tal que triunfara la revolución” (233). De hecho, Smith asegura que en Washington, con el pretexto de no “intervenir en los problemas internos de Cuba”, a la postre se ejecutó más de “una intervención positiva a favor de Castro (229): según él, en Cuba se propició un vacío de poder donde sólo “un grupo estaba dispuesto a tomar el poder, un grupo comunista, y le ayudamos a tomarlo” (226).[4] Sontag, Susan. Fascinating Fascism. En: Under the Sign of Saturn. Nueva York: Vintage Books, 1981. 73-105.[5] Hollander, Paul. Los peregrinos de La Habana. Madrid: Playor, 1987.[6] Hernández, Henry Eric. Mártir, líder y pachanga. El cine de peregrinaje político hacia la Revolución cubana. Leiden: Almenara, 2017.[7] Orwell, George. 1984. Planet EBook. http://www.planetbook.com/free-ebooks/1984.pdf Aunque se ha teorizado bastante sobre este término desde diversas disciplinas, en la propia novela 1984 Orwell define al doblepensar como “la capacidad de sostener simultáneamente dos creencias que se cancelan entre sí, sabiendo que son contradictorias y creyendo en ambas” (44). (T. del A.)[8] Saítta, Sylvia. Hacia la revolución. Viajeros argentinos de izquierda. Buenos Aires: Fondo de cultura económica, 2007.[9] Padilla, Heberto. Provocaciones (poemas). Madrid: La gota de agua, 1973.[10] Amis, Martin. Koba el Terrible. La risa y los Veinte Millones(Traducción de Antonio Prometeo-Moya). Barcelona: Anagrama, 2004. [11] Todorov, Tzvetan. La experiencia totalitaria. Barcelona: Galaxia Gutenberg / Círculo de lectores, 2010.[12] Sánchez, Pablo. Liturgias utópicas. La Revolución cubana en la literatura española. Madrid: Verbum, 2012.[13] Enzensberger, Hans Magnus. Turismo revolucionario. En: El interrogatorio de La Habana y otros ensayos. Barcelona: Anagrama, 1985.[14] Smirnov, Sergei Serguevich. Поездка на Кубу. Moscú: Советскийписатель, 1962.[15] Yavorski, Mitko. Една сълза ме води. 1971.[16] Dobai, Péter. 1964-Sziget. Budapest: Magvető, 1977.[17] Bodunescu, Ion. Călătorie in Marea Antilă. Craiova: Scrisul Românesc, 1977.[18] Klechta, Jerzy. Kilka światów w jednym. Varsovia: Młodzieżowa Agencja Wydawnicza, 1979.[19] Hulman, Karol. –a predsa sú dva svety. Bratislava: Obzor, 1980.[20] Panitz, Eberhard. Cuba, mi amor: die letzte Insel. Berlín: Edition Ost, 2004.[21] Hosek, Jennifer Ruth. Sun, Sex and Socialism. Cuba in the German Imaginary. Toronto: University of Toronto Press, 2012.[22] Cornelius, Peter. Peter Cornelius – Reif für die Insel 1982. Canal fritz51211 de YouTube. https://www.youtube.com/watch?v=GUq_7aBb_eE La letra original de la referida estrofa en alemán es: “I bin reif, reif, reif: reif für die Insel. / I bin reif, reif: reif über reif. / Und ich frog mi warum i no do bin / Für’s Aussteigen bin i scheinbar zu feig”.[23] STA Travel Facebook. https://www.facebook.com/STATravelSwitzerland/posts/reif-f%C3%BCr-die-insel-wenn-du-vom-24-26-juni-auf-europas-gr%C3%B6sster-gratis-party-auf-/123433021071451[24] Reiff für die Insel. Wikipedia. Die freie Enzyklopädie. https://de.wikipedia.org/wiki/Reiff_f%C3%BCr_die_Insel